“¡otra
vez no sacaste la basura, todo lo tengo que hacer yo!”, “¡es una pocilga tu
cuarto!” con este dulce saludo comenzaba casi todas mis mañanas, antes de que
mi mamá azotara la puerta y se fuera a trabajar a las 6:30am, cargando su –nada
pequeña- bolsa, la mochila de Santiago,
mi hermanito de cinco años, los miles de tuppers de todos los sandwichitos para
el día (tanto Santi como mi mamá comen bastantito) y mi otra hermanita,
Cecilia, que parecía seguir dormida y sin embargo, para la sorpresa de todos,
caminaba y se subía al coche.
Todo
comenzó en una fecha indeterminada en una asamblea familiar (a la que no fui debidamente
emplazada… ni mi hermanita… ni nadie, tal vez porque la asamblea se constituyó
únicamente por mi mamá), en la cual se tomaron una serie de decisiones en
cuanto a dividir las labores domésticas (nosotros no teníamos a una persona que
apoye con la limpieza) y es en dicho momento en el que me fue asignada la noble
tarea de juntar la basura y sacarla, todos los lunes, miércoles y viernes que
pasaba Pamplona.
Como
ya se imaginarán, no le tenía mucho aprecio a mi encargo y siempre “se me
olvidaba” o estaba muy “ocupada” para hacerlo, porque cuando eres estudiante
crees que eres la persona más ocupada del mundo, luego verán que no es así.
Y
tengo otra confesión… tampoco me gustaba –gusta- bañarme, ¡no me juzguen,
seguro a ustedes tampoco! Aparte me siento en confianza para contarles eso. El
caso es que esto también era motivo de pleito con mi mamá, entonces, añádanle
al saludo cariñoso de las mañanas con el que empezamos este texto, un “¡y no te
bañaste! ¿Crees que no lo sé?”
De
alguna inexplicable manera, ella sabía. Entonces, en un lapso de veinte minutos
hacía absolutamente todo para que mi mamá no me regañara y me iba a la Facultad
(o al CUM, o a la primaria, o al kínder porque esto fue durante los veintidós
años que viví con ella).
Ya
estando en la licenciatura, tuve la oportunidad de ir a dos concursos de
derechos humanos fuera del país y, evidentemente aprendí mucho. La verdad,
también me iba muy bien en la escuela, siempre sacaba buenas calificaciones y
aparte desde tercer semestre empecé a trabajar.
Terminé
la carrera y tuve otra oportunidad: trabajar fuera de Yucatán. Tampoco crean
que me fui muy lejos, trabajo en Campeche.
“No
está lejos”, me dije a mí misma en junio cuando me fui.
La
verdad Campeche no está nada lejos de Mérida, pero la Cristina que les escribe
está a años luz de la Cristina ecoloca de la que hablábamos en párrafos
precedentes.
Cuando
llegué, tenía la convicción de que por haber sido excelente estudiante iba a
ser automáticamente excelente oficial (de eso trabajo en un juzgado federal),
pero no es así.
La
carga de trabajo es impresionante, he pasado quince horas en la oficina… y
llego a la casa en la que vivo, me doy cuenta que no lavé los platos de mi
desayuno, que mañana pasa la basura, que el refri está lleno de restos de
comida que ya tienen vida y que sí, estoy exhausta.
En
ese momento comprendí que para la vida necesitamos más que ser excelentes
estudiantes, hay que saber también lo
más básico: cocinar, limpiar, manejar y por supuesto, sacar la basura.
Lo
que antes veía como tareas aburridas y odiosas, son en realidad enseñanzas de
mi mamá sin las cuales, a pesar de la excelente educación académica que recibí,
no podría hacer lo que hago ahora.
Llegué
a la conclusión anterior un día que me descubrí sacando la basura… haciéndolo
feliz.
La
mayoría de las veces no entendemos el fondo de los regaños y las exigencias de
nuestros papás o por qué hacen lo que hacen, al menos yo no.
Pero
a unos escasos siete meses de vivir fuera del núcleo familiar, le agradezco a
mi mamá sus exigencias y regaños, no por masoquista o porque ahora extrañe sus
grititos (que a veces sí) sino porque me hizo una adulta responsable que puede
tener un trabajo el cual ama y también sacar la basura sin ningún pretexto.
Aún
no conservo limpio mi cuarto y la maletita que me llevo los fines de semana a
Mérida está toda la semana llena de ropa sucia, pero bueno, solamente han
pasado unos meses y me queda toda una vida por crecer.
Cristina Manjarrez Castillo
Exalumna